Me refería antes a la fragua de una escritura narrativa nueva y es en ella donde hay que buscar la in-dudable significación de Benjamín Jarnés en la novela española del siglo XX.
Pertenece a una generación, la del Arte Nuevo (en la que se incluye el grupo poético del 27), para la que el homenaje a la tradición y el usufructo de las innovaciones vanguardistas se planteó como el único camino posible hacia la construcción de un arte a la altura de los tiempos. Jarnés conoce, y muy bien, los clásicos grecolatinos y la Biblia, pero también nuestros clásicos, desde Berceo o Juan Ruiz hasta Espron-ceda, el Duque de Rivas o Bécquer, pasando por la picaresca y los grandes ingenios de la Edad de Oro (consideró a Gracián su maestro). Los cita, parafrasea y glosa en sus novelas, les rinde tributo de admira-ción y los parodia. Y otro tanto hace con algunos autores europeos, como Goethe o Stendhal. Entre los contemporáneos españoles respeta a Unamuno, Valle-Inclán y Azorín, Juan Ramón, Pérez de Ayala y Ga-briel Miró (éste fue un fervor generacional) y, naturalmente, a Ramón. Entre los modernos extranjeros le subyugaron los franceses Jean Giraudoux, Paul Morand, André Gide y Jean Cocteau, pero leyó toda la mejor lieratura renovadora, desde Wilde o Pierre Louys, cuyo erotismo decadente le tentó en algún instante, a Proust, Joyce, Pirandello, Huxley o Lawrence. La lista sería inacabable y, desde luego, inocua. Porque estos nombres bastan para testimoniar que Jarnés fue un lector voraz, y no sólo por vocación sino también por su oficio de crítico literario.
La fórmula novelística de Jarnés, por lo tanto, no fue el resultado de la ignorancia o la ineptitud para la narración realista de argumento bien tramado y personajes modelados a imagen y semejanza psicológica de los lectores, sino el producto de una meditada consideración sobre el género y su función individual y social. Concibió la novela como un artefacto que proyecta iluminaciones fulgurantes sobre los rincones oscuros de la vida, aquellos que no recogen los espejos del realismo convencional. La novela se convierte, por ello, en acontecimiento cognoscitivo, en ensanchamiento de la vivencia del mundo. «La realidad humana nunca fue peor comprendida que en los tiempos del llamado realismo», escribió. Ante la realidad fragmentaria, turbulenta, múltiple e inabarcable que aprehende el hombre (en particular el de los años veinte) sólo cabe un realismo artístico, el que registre el fragmentarismo, la turbulencia y la multiplicidad, el que sea mimesis no del trivial acontecer sino de la percepción del mismo. Una percepción que, además, había sido adiestrada en las nuevas perspectivas reveladas por el cine (los primeros planos, el ralentí, el fundido) o por los medios de locomoción (el baile del paisaje alrededor del automóvil). «Realismo es dispersión –advierte Jarnés–, multitud de cosas en torno a los hombres».
Su propósito nunca fue crear una novela deshumanizada, vaciada de inquietudes humanas o refrac-taria a la experiencia diaria del vivir. Al contrario, en 1929 exhortó a los artistas jóvenes a que superaran su inhibición, abandonaran su criptas y asaltaran el mundo, intimaran con él y lo trasladaran al lienzo y al pa-pel: «volvamos a pintar alguna cosa en el muro en blanco». Ello sin olvidar que su primera responsabilidad social es la de artistas, no la de apóstoles de la revolución o cualquier otra advenediza. Deploró, en conse-cuencia, la novela instrumentalizada por la pugna política, como abominó de la novela humorística que es sólo caja de risas y de la novela blanca (o rosa) con que se embrutecía copiosamente el público lector femenino. En una de sus certeras síntesis afirmó: «Las buenas novelas no suelen tener fin ni fines». Ni el final aristotélico que corona el desarrollo argumental, ni los fines ilegítimos que trascienden los meramente estéticos.
Esto no significa que Jarnés propugnara una novela de encastillada artisticidad, una versión novelística del purismo poético representado por Valéry, Juan Ramón o Guillén. No fue así. Condenó la pureza literaria como una «embozada invitación a la esterilidad», como el refugio del artista estéril, del holgazán de obra escasa en extensión e intensidad. A la parvedad quintaesencialista, él opuso una impureza (uno de sus muchos proyectos malogrados fue el ensayo Elogio de la impureza) que adquiriría su denominación más ceñida en 1930: integralismo.
Disconforme, pues, con la chata representación de las apariencias y descontento con la vacilación de los nuevos artistas ante la realidad, Jarnés abogó por una novela libre de ataduras dogmáticas, fundada en dos pilares: la invención y el estilo. La invención jarnesiana no guarda parentesco con la sarta de peripecias triviales o fantásticas de la novela tradicional, sino que es una función combinada de la memoria y el análisis del entorno. La memoria opera en dos órdenes, el de la propia biografía del escritor (no hay relato suyo en el que no abulte la osamenta autobiográfica) y el de la vasta cultura libresca. En el primer orden, Jarnés espiga momentos de su recuerdo que, sometidos al segundo orden, se elevan a un plano mítico, adoptando a menudo el patrón de un mito clásico (Perseo y Andrómeda en La novia del viento) o de un personaje bíblico (San Pablo en Teoría del zumbel). El análisis del entorno le permite anclar la invención al espacio físico, emocional e intelectual que es familiar a sus lectores (la ciudad moderna, el balneario, o las artes de seducción, la insignificancia del individuo en la masa, la sospecha de que todo se desvanece en el aire...). La novela se transforma así en un complejo mecanismo mediante el que se explora la atónita y poliédrica condición humana en el horizonte de la era científico-técnica.
Queriendo reconducir el Arte Nuevo hacia el terreno de lo humano fue como Jarnés formuló, en 1930, la doctrina del integralismo en el prólogo a Teoría del zumbel. En síntesis, el escritor, de la mano de Jung (El yo y el inconsciente se había traducido en 1928), considera que el novelista debe tomar en considera-ción, además del avatar diario de la consciencia, los dos estratos de la subconsciencia humana: el de las reminiscencias individuales y el de la «historia general de la humanidad», esto es, el inconsciente colectivo. En otros términos, el novelista debe encarar la vida, «nuestra vida: única realidad, única verdadera primera premisa de todos los silogismos que puedan después urdir el filósofo y el artista», una vida que comprende tres latitudes: la de la vigilia, la del ensueño (el vuelo del deseo) y la del sueño (las zahúrdas del instinto). El ordinario trajín de la subsistencia (objeto del realismo) no debe soslayar el poderoso motor que son los ideales y la imaginación (objeto del romanticismo) ni las fuerzas oscuras y prerracionales que gobiernan la conducta (objeto del psicoanálisis y cantera del surrealismo). Ése es el hombre integral que debe preocupar al novelista. Así lo estimó Jarnés y desde esta comprometida defensa del equilibrio entre arte y vida, razón e instinto, tradición e innovación, deben ser hoy leídas sus obras.
Las razones de la novela impura
Wenceslao Fernández Flórez
Periodista accidental desde los quince años, Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) alcanzó la fama como comentarista parlamentario del ABC, en su columna «Acotaciones de un oyente», a través de la cual logró refractar con finísima ironía las principales preocupaciones sociales y políticas del momento. Asimismo, dotado de una gran capacidad expresiva, supo trasladar al plano literario toda una serie de tipos, circunstancias, valores y actitudes –personales y colectivas– que le granjearon las simpatías de un amplio y leal público lector que pronto le convirtió en uno de los pocos «clásicos vivos» de su tiempo. Sin embargo, a pesar de su gran popularidad y éxito editorial, cual corresponde a la extensión y calidad de su obra, Fernández Flórez es hoy uno de los grandes olvidados de nuestras letras.
A este respecto, dice muy bien Darío Villanueva cuando afirma que Fernández Flórez es un buen ejemplo del escritor de amplia trayectoria y considerable éxito popular al que no acompañó un parejo interés por parte de la crítica. No obstante, habría que matizar que ese desinterés procede de una crítica canónica, elitista y conservadora, que defiende la inmanencia de la literatura y la universalidad de sus temas, olvidándose de que la literatura no es un objeto (el texto), sino una actividad lingüística que no se realiza en el ámbito de la experiencia individual (el de la expresión) sino social (el de la comunicación) y que dicha comunicación no tiene lugar en el vacío de la realidad inmanente del texto, sino que presupone toda una serie de referentes o contextos espacio-temporales significativos que modulan el significado o trascendencia de la lectura y determinan su valor o función ético-estética.
De ahí que, si atendemos a la recepción crítica de sus contemporáneos, aquella que más se aproxima a la sensibilidad e inquietudes del autor y del público lector entre 1914 y 1936 –período que abarca la mejor y mayor parte de su narrativa–, la valoración de la obra literaria de Fernández Flórez es radicalmente distinta. Así, por ejemplo, Antonio de la Villa le considera «uno de los pocos prestigios literarios con cédula y solvencia», y Ramón Fernández Mato le declara «uno de los más firmes temperamentos de la literatura española actual... penetrante e impávido ingenio». Asimismo, Mariano Zurita le declara «Rey del humorismo», y F. González Rigabert insiste en el matiz: «es el gran humorista... el más grande, el más legítimo de los humoristas». Y mientras Manuel Domingo dice de él que es «uno de esos hombres a los que tanto debe el progreso periodístico en España», Arturo Álvarez lo presenta como «modelo, a quienes piensen conquistarse un nombre en la profesión de las letras». De igual manera, Andrenio reconoce en él al escritor nato, «dotado de gran plasticidad descriptiva, de suelto y jugoso estilo, de gusto fino», y Antonio Gullón afirma, con errado tino en el pronóstico, que se trata de «uno de los más grandes ingenios de la época actual y su nombre figurará en las antologías a la cabeza de los primeros».
Y aún podríamos seguir citando a Carrere, Azorín, Casares, García Mercadal, Alomar, González Ruiz, Giménez Caballero, Blanco Belmonte y tantísimas otras voces como se alzaron, dentro y fuera de España, en revistas y periódicos muy distintos, en alabanza de la obra de Fernández Flórez. Y tampoco habría que olvidar las opiniones de aquellos otros estudiosos más contemporáneos nuestros, como S. Bolaño, C. Fernández Santander, R. Echevarría Pazos, P. de Llano (Bocelo), F. López, J. C. Mainer, S. Sánz Villanueva, D. Villanueva Prieto, M. P. Palomo, C. A. Molina o F. Díaz Plaja –por citar sólo algunas de las voces críticas más autorizadas– que, desde ópticas distintas, coinciden en destacar la importancia literaria de Fernández Flórez, situándole entre los mejores escritores españoles de la primera mitad del siglo XX. Y aún cabría añadir que fue de los pocos que gozaron de gran predicamento fuera de nuestras fronteras, traduciéndose sus obras al inglés, holandés, portugués, italiano, rumano e incluso al japonés.
Cierto es que Wenceslao Fernández Flórez no es un Gilbert Chesterton ni un Anatole France. Y tampoco puede decirse que sea un Thomas Mann o un Hermann Hesse, ni un Gabriele D’Annunzio. Pero no creo que molestase a nuestro autor el que se le comparase con los mejores escritores de Europa, ni la calidad de su obra desmerece significativamente en la comparación. Por supuesto que hay diferencias de ecuación personal, pero son las que corresponden al carácter del autor y a su peculiar circunstancia históricosocial .
Así, pues, el escepticismo satírico de El secreto de Barba azul no tiene la misma amplitud crítica que la fantasía política de El Napoleón de Notting Hill, donde Chesterton refleja su disgusto con un mundo industrial moderno; ni el humorismo detectivesco del afable Padre Brown en El hombre que fue jueves se parece mucho al del inapetente Charles Ring en Los trabajos del Detective Ring. Y tampoco se va a dar en el panorama social de Fernández Flórez un caso Dreyfus que despierte en él la convicción de una causa y unos valores similares a los que informan la Historia contemporánea del francés. Por otro lado, sus novelas más críticas con las exigencias de la condición humana, como Las siete columnas o El malvado Carabel no alcanzan la trascendencia filosófica y social de Mann, en obras tan incisivas como Buddenbrook, traducida a multitud de idiomas, o La muerte en Ve n e c i a, que inspiró la película de Lucchino Visconti, y la ópera de Benjamin Britten, o La montaña mágica, quizás su obra más famosa y una de las novelas más excepcionales del siglo XX. Y tampoco su viaje al subconsciente humano en Visiones de neurastenia ni su tratamiento de la líbido y las pasiones en Relato inmoral alcanzan la complejidad psicológicosimbólica de los personajes de Hesse en Demian, El lobo estepario o Viaje al Este. De igual manera, el decadentismo de D’Annunzio en El Triunfo de la muerte y el sensualismo sin complejos de Francesca da Rimini o El fuego, en las cuales se recuperan los ambientes de Canto nuovo –un volumen de poemas acerca de los ambientes libertinos romanos y los goces que ofrece la vida–, superan en sensualidad y grandeza erótica a Unos pasos de mujer, La casa de la lluvia o Relato inmoral
No cabe duda, pues, que la novelística de Fernández Flórez no tiene la misma amplitud de vuelo ni la misma universalidad temático-argumental que la de estos escritores; pero tampoco es el legado histórico, económico y político-social de la Reina Victoria el mismo que el de Alfonso XII, ni la Tercera República es la Restauración, ni la realpolitik de Otto von Bismarck es el Pacto de El Pardo. De ahí que exista entre las obras de estos grandes escritores la misma distancia y proporción histórico-literaria que existe entre sus respectivas culturas. Pero aun así, cada uno en su sitio, el matiz diferencial no impide observar también muchas coincidencias importantes.
Así, por ejemplo, Fernández Flórez demuestra la misma convulsa evolución ideológica –síntoma, quizás, del nuevo mal du siècle–, la misma propensión polémica y el mismo estilo brillante, vigoroso y agudo de Chesterton; y comparte con Anatole France la misma maestría en el uso del lenguaje y la misma veta satírica con que el francés denuncia los abusos sociales, políticos y económicos de su tiempo. Similarmente, las novelas de Fernández Flórez, como las de Mann, están imbuidas por la misma atención a los detalles de la vida moderna y la misma intención crítica, asumida desde un punto de vista distanciado e irónico, en la que subyace un fuerte sentido trágico de la vida. Y como el autodidacta Hesse, en cuya obra podemos observar ese poso de irracionalismo místico que es el resultado de la desesperanza y la desilusión que le produjeron la guerra y una serie de desgracias personales, también encontramos en la narrativa del español la misma insatisfacción y búsqueda de lo utópico que inspira en casi todos sus personajes un sentimiento de alienación y una radical displicencia con un mundo mal hecho.
En efecto, podríamos afirmar que, por encima de cualquier diferencia o matiz, existe entre las obras de estos escritores un común denominador, que es ese singular acierto con que cada uno de ellos recoge las preocupaciones más acuciantes de esa sociedad europea de la primera mitad del siglo XX a la que se remiten literariamente. Y en esto estriba precisamente el mérito del novelista español. Sus personajes se desenvuelven en un mundo de ficción hecho a imagen y semejanza del de su autor, un mundo atrapado en el marasmo de una insatisfacción y en el que, como advierte José Carlos Mainer, se siente la quiebra de valores, la inadaptación de las bases morales del capitalismo oligárquico decimonónico a las nuevas exigencias de un capitalismo reformista moderno.
De ahí la respuesta personalísima del autor: la crisis de identidad del protagonista en La tristeza de la paz, el cuestionamiento de los valores tradicionales en La procesión de los días, la visión de una existencia totalmente degradada de las clases trabajadoras en La familia Gomar, el antimilitarismo que nace de la sangría bélica en Marruecos y después en Europa con la guerra del 14 relajada en Al calor de la hoguera, el escepticismo relativista y la quiebra moral que imbuye el espíritu de la época y que sirve de sustento temático-argumental en El secreto de Barba Azul, Las siete columnas, Relato inmoral, Los que no fuimos a la guerra o El malvado Carabel, respuestas literarias todas ellas que, en el éxito de su recepción, también son buenos ejemplos de la sintonía circunstancial establecida entre el autor y sus lectores.
En este sentido, podríamos afirmar que la obra literaria de Fernández Flórez es el resultado de la ficcionalización de su circunstancia histórica, pasada por el tamiz de su inadaptación y radical individualismo, que le convierte en una especie de lobo solitario en el panorama de las letras españolas. Así, aunque algunos estudiosos lo incluyen en la nómina de escritores realistas de la primera mitad de siglo, no se trata de un escritor fácilmente encasillable dentro de ninguno de los registros ético-estéticos, escuelas, períodos o movimientos literarios que van desde la Generación del 98 hasta el neorrealismo social de los años 50.
Su narrativa arroja una expresividad lingüística y una riqueza imaginaria sólo comparables con su habilidad para crear o sugerir ambientes, momentos, sensaciones y personajes de gran complejidad psicológica, ya familiares o próximos al estereotipo, ya irreconocibles por la deformación esperpéntica del humor y la ironía. Y su labor en el campo del relato breve o novela corta –muy en boga por aquel entonces entre las clases medias profesionales e industriales, así como entre una parte del proletariado ya alfabetizado– es particularmente importante. Así, podríamos encuadrar a Wenceslao perfectamente como partícipe (siempre por libre) en el quehacer literario de la promoción de «El Cuento Semanal», lo que nos daría las coordenadas socio-psicológicas de ese público lector, heredero del «folletón», al que se dirigían las colecciones de relato breve como El Cuento Semanal, Los Contemporáneos, La Novela Corta, La Novela Semanal, La Novela de Hoy y La Novela Mundial.
En este sentido, atendiendo a su popularidad y trascendencia en el ámbito de lo social, su obra podría situarse junto a la de una generación de intelectuales –historiadores, políticos, científicos, ensayistas y escritores, como Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez, Eugenio D’Ors, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Gregorio Marañón o Gómez de la Serna, por citar sólo algunos de los más próximos en edad– que, desde distintas ópticas y sensibilidades, dan continuidad al espíritu crítico de la Generación del 98 y proporcionan a la cultura española una notable altura. Sin embargo, esta coincidencia generacional no es más que eso, una coincidencia, y por encima de cualquier posible parecido están unas vivencias, unos estilos y unas maneras de entender el mundo muy distintas.
La dolorosa vivisección de la sociedad española que encontramos a lo largo de su obra podría situarle en la estela de esa sensibilidad crítica que va desde el regeneracionismo de Joaquín Costa hasta el intelectualismo progresista de José Ortega y Gasset, pero su weltanschauung es mucho más limitada, carente del bagaje intelectual y la clara identificación con los valores y ambiciones de la gran burguesía con la que estos pensadores se identifican. De ahí que, si bien Fernández Flórez coincide en sus denuncias con el autor de Oligarquía y caciquismo –y sus seguidores en lo literario, como Manuel Ciges Aparicio, Ciro Bayo, José López Pinillos y Eugenio Noel, entre otros–, no participa del optimismo de los intelectuales del 14 en su apuesta por la regeneración de España, como ocurre con Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Felipe Trigo o Manuel Azaña, por ejemplo.
Por otro lado, aunque en el fondo de cada una de sus obras late un abigarrado conservadurismo pueblerino, mal avenido y peor disimulado por una profesión de fe intelectual y urbana, no hay en la obra de Fernández Flórez una clara proyección ideológica, entendida ésta como materialización literaria. Pero tampoco es de extrañar que nuestro escritor no se comprometa. Los intelectuales del 14, desafectos y escarmentados por las limitaciones y fracasos socio-históricos de la Restauración, veían en la falta de ideas madres la necesidad de una élite redentora, un cirujano de hierro que condujese a España hacia el futuro. Pero se referían a una España y a un futuro en el que el proletariado y la pequeña burguesía –clase a la que pertenece Fernández Flórez– no desempeñarían un papel relevante. Por eso no simpatiza nuestro autor con el capitalismo republicano de Ortega; y de ahí, también, que sus inclinaciones reformistas («moderantistas») se diluyan en una amargura nihilista, que da paso a ese «agnosticismo social» disfrazado de humorismo con el que Fernández Flórez tira la piedra y esconde la mano en sus críticas al establishment religioso, político y militar
Esta displicencia o radical insatisfacción personal que subyace en toda su producción literaria bajo la forma de un pesimismo crítico hacia todo y contra todos, más proclive a la destrucción que a la construcción de una nueva realidad política –lo que ha servido para que algunos estudiosos, como Fernando Díaz Plaja, le califiquen de «conservador subversivo»–, oculta en realidad un posicionamiento ideológico de talante prefascista, típico de muchos escritores a los que, como es el caso de Fernández Flórez, sólo se les reconoce retrospectivamente en el espejo de los hechos consumados. Así, a pesar de que, en su afán por no dejar títere con cabeza, arremetiera casi por igual contra la izquierda que contra la derecha –eso sí, sólo hasta 1931– toda su producción literaria está imbuida de una sensibilidad, valores y actitudes que, con el pasar del tiempo, se convertirían en los tópicos panfletarios que ilustrarían los principales slogans del fascismo: la decadencia y caducidad de los presupuestos sociales y morales, la denigración de los partidos y la política parlamentaria, el pesimismo nihilista que conduce a un vacío ideológico desde el cual se reclama la intervención de un jefe o cirujano de hierro (¡ejército al poder!), la misma esquizofrenia populista, mezcla de alabanza y recelo del pueblo, etc. Pero tampoco en esto fue Fernández Flórez diferente a muchos de sus coetáneos en la transición del 39 que, si no se identificaron siempre con el fascismo, lo hicieron más en aras y loor de una independencia a ultranza que por falta de afinidades.
Así, aunque Fernández Flórez siempre se sintió más cómodo en la compañía de las derechas que en la de las izquierdas, y a pesar de ciertas fobias y lamentables lapsos panfletarios en contra de la República y a favor de los fascistas (Una isla en el Mar Rojo y La novela número 13), nunca se casó con nadie; y es que, como diría Groucho Marx, nuestro autor jamás se haría miembro de un club que aceptase a gente como él. Así, aunque su nombre y prestigio fue instrumentado por el franquismo para disimular el desierto páramo literario de la inmediata posguerra, su condición de intelectual y el recuerdo de algunos pecadillos personales y literarios –como la relajación de la moral católico-burguesa de algunos personajes de sus novelas, su apología del divorcio o su posicionamiento a favor del aborto, un tenue si bien incierto feminismo y un declarado antimilitarismo–, le convirtieron en huésped un tanto incómodo del Régimen hasta su muerte. Y, con mayor motivo, tampoco fue su obra reclamada por la izquierda democrática post-franquista. De ahí la ubicación de obra y escritor en esa «tierra de nadie» de la que nos habla Santos Sanz Villanueva, y que es, según el estudioso y desde el punto de vista de la repercusión en las historias de la literatura, la mayor calamidad que puede sucederle a un escritor. Y buen ejemplo de este desarraigo y soltería es su última novela de envergadura, El bosque animado, en la que, sin menoscabo de sus valores narrativos, el autor busca y encuentra en la fábula de un espacio-tiempo imaginario, alejado del mundanal ruido, esa barriga del buey donde no llueve ni nieva, que es la naturaleza idealizada (infantilizada y falseada), que culmina un largo y doloroso proceso de evasión literaria.
De todos modos, si es cierto que el tiempo pone a cada uno en su sitio, cabe esperar que algún día una nueva crítica, menos sumisa ante las sentencias de la magistratura canónica, vuelva sobre la obra de Wenceslao Fernández Flórez, aunque sólo sea para situarle en prelación al final de una lista de grandes escritores españoles (incluso europeos) del pasado siglo. Sin duda se lo merece.
Benjamín Jarnés (Domingo Ródenas de Moya)
El lugar de Benjamín Jarnés (Codo, Zaragoza, 1888- Madrid, 1949) en la historia de nuestra Edad de Plata, su ascenso fulgurante en la cucaña literaria de los años veinte y su lento crepúsculo en los años treinta para esfumarse en la consunción de los cuarenta, se encuentra cifrado, como en un camafeo, en la dedicatoria del romance lorquiano Preciosa y el aire, «A Benjamín Jarnés», mudada en «A Dámaso Alonso». Había escrito Lorca su poema el 28 de enero de 1926 y nueve meses después lo daría a la luz en el número primero de la revista Litoral (noviembre), ya sin el envío a Jarnés. Del mismo modo, Jarnés pasó de ser un escritor de primer rango a no ser más que un borrón en la historia literaria.
A comienzos de 1926 Jarnés constituía una revelación dentro del Arte Nuevo, un brillante prosista al que había reclutado Ortega para Revista de Occidente tras haberlo leído en la efímera revista Plural. Jarnés había entrado en Revista de Occidente por la puerta grande, publicando en mayo de 1925 la narración «El río fiel» e inscribiéndose desde ese mes entre los críticos regulares (sus cinco primeros autores reseñados configuran casi una topografía de su futuro quehacer crítico: dos hispanoamericanos, Oliverio Girondo y el Jorge Luis Borges de Fervor en Buenos Aires, el antropólogo Leon Frobenius y los dos prebostes vanguar-distas Jean Cocteau y Ramón Gómez de la Serna). Tal vez se extendió por Madrid el rumor de que la pres-tigiosa revista alemana Die Neue Rundschau había solicitado los derechos de traducción del cuento de Jarnés, y ello pudo confirmar a Lorca la valía de aquel aragonés doce años mayor que él, amigo del pintor uruguayo Barradas y colaborador de la revista Alfar, al que había conocido en la tertulia del café de Oriente, en Atocha. Jarnés, pues, bien merecía una dedicatoria. Pero éste cometió un desliz por omisión, pues cuando al fin publicó su primera novela, El profesor inútil (1926), adonde había ido a parar «El río fiel», no incluyó al poeta granadino en la lista de favor de quienes habían de recibir el libro, algo que Lorca no dejó de notar, como prueba el reproche que incluye en una carta de febrero de 1927: «Mi querido Jarnés: ¡Qué malo has sido conmigo! Compré tu admirable libro. Pero me da cierta tristeza verlo sin tu firma. Estoy algo disgustado. ¡Claro que mi admiración vence a mi pequeño rencorcillo!». Un rencorcillo que tal vez le costó a Jarnés el precioso desaire de un relevo, el de su nombre por el de Dámaso Alonso. Su ostracismo, menos-precio, rebajamiento o ninguneo en la historiografía literaria entre 1939 y 1975, de factura interior o exiliada, con rúbrica filomarxista o con unción franquista, obedeció a algo más que a un rencorcillo. De un lado, Jarnés sucumbió ante la defensa de los valores eternos de la raza (Dios, Patria, Caudillo), de otro fue atro-pellado por la reclamación de un arte políticamente combativo.
La anécdota anterior, en cualquier caso, deja vislumbrar a un escritor que, a los treinta y dos años, en 1926, alcanza un puesto privilegiado en el sistema literario español y concita la atención de algunos vigías culturales europeos. Ese año le escribe Fernando Vela, mano derecha de Ortega en Revista de Occidente: «Ya sabe usted con qué entusiasmo hemos acogido sus cosas y esto nos confirma que hemos acertado en presentarle a Vd. a los grandes públicos, al público internacional». He ahí el propósito de Ortega respecto al narrador aragonés: enarbolarlo como un especimen español de la nueva generación de creadores europeos. Y como tal fue recibido por críticos de renombre como el francés Marcel Brion o el inglés Richard Aldington. En Alemania, por ejemplo, después de que Die Neue Rundschau presentase Der Getreue Strom (El río fiel), la Europäische Revue publicó en 1929 Viviana und Merlin y en 1931 Im Bannkreis des Todes (Escenas junto a la muerte). En noviembre de 1929, Pedro Salinas le hacía a Jorge Guillén, entonces docente en Oxford, la crónica epistolar de la actualidad literaria, en la que se lee: «Jarnés en la cúspide: un tomo por mes, colaboración en todos los diarios y revistas, conferencias por la radio, interviews, la gloria».
Jarnés era en 1929 el más prestigioso representante de la novela vanguardista, el narrador excelente de la joven literatura, el más consumado ejemplo de la novela mestiza, lírica e intelectual, morosa en su ritmo, de estructura fracturada, inorgánica, carente de argumento, con personajes difusos que apenas disi-mulan ser trasuntos del propio autor, una novela escrita en una prosa empedrada de metáforas e imágenes, engolosinada en sí misma, proclive a la autorreflexión teórica, a la parodia, al desafío ingenioso del lector, a deambular por el lindero entre ficción y vida, entre poesía (es decir, creación) y realidad. Pero conviene alertar de que, si todo eso es cierto, como lo es en los grandes renovadores internacionales, también es cierto que para Jarnés la novela constituye un género trascendente, nunca una juguesca baladí, pues, a su juicio, siempre rebasa la región de lo literario (lo que concierne a las letras) para hacer más profundo el conocimiento –y el goce– del mundo de la vida. Para él fue invariablemente la vida el valor soberano, sus-tentado en la inteligencia y en la gracia, vale decir en la razón y la belleza.
Los pasos contados y los libros
Jarnés había estudiado ocho años en el Seminario de Zaragoza, del que salió veinteañero y persua-dido de que su vocación no era, como la de su hermano Pedro, sacerdotal. Hizo el servicio militar en Barcelona y, puesto en la encrucijada de tener que elegir, como hijo de familia sin recursos, entre Iglesia y Ejército, optó por permanecer en el segundo, aun sin rebosar ardor guerrero. En 1912, siendo sargento, se matriculó como alumno libre en la Escuela Normal de Magisterio y el mismo año que fue graduado como maestro nacional, en 1916, se casó con Gregoria Bergua. Fue entonces cuando empezó su dedicación a la escritura, que se prolongó hasta que, en México, hacia 1948, la arteriosclerosis le impidió conjuntar las palabras y regresó a Madrid para morir. Desde 1917 hasta 1922 publicó innumerables artículos en la prensa aragonesa (La Crónica de Aragón, El Pirineo Aragonés) y en semanarios católicos como Rosas y espinas o, sobre todo, El Pilar, así como en la prensa del Rif, donde estuvo destinado desde 1918 (La Unión Española, Diario marroquí y La Unión). El purgatorio del escritor tocó a su fin cuando fue trasladado en 1920 a la Intendencia General Militar de Madrid.
Los primeros tres años en un Madrid vibrante y bullicioso fueron de acomodo y lento cultivo de un pequeño círculo de amigos artistas: los pintores Barradas, Garrán, Alberto, Sánchez Felipe, Paszkiewicz, los poetas Garfias, De Torre, el polígrafo Rafael Cansinos-Asséns. Auspició una revistilla titulada Cascabeles. Semanario indispensable y genial, de la que sólo salió un número el 17 de febrero de 1923. Se trata de una publicación satírica salpimentada con dibujos sicalípticos que debió interesar a Gómez de la Serna por la semblanza del caricaturista Bagaría que firmaba Jarnés con su nombre de pila. Ramón invitó a su tertulia sabatina de Pombo al escritor y, con ello, le abrió la puerta al mundillo literario capitalino. Desde 1923 Jarnés colaboraría en las revistas juveniles de vanguardia (Alfar, Ronsel, Tobogán, Plural), al tiempo que se consagraba a la confección de sus primeros libros: la novela biográfica Mosén Pedro (1924), homenaje a un hermano que actuó de guía y protector pero que también coartó pasivamente, hasta su muerte en 1927, la libre expresión de Benjamín, que no quiso ofenderlo con textos irreverentes; y la novela Claraval, que el autor destruyó tras serle rechazada por la editorial edificante Biblioteca Patria.
El proyecto de una escritura narrativa puesta bajo la advocación de «lo nuevo» se fragua entre 1924 y 1925, cuando La deshumanización del arte de Ortega aparece como folletón en El Sol y se difunde el Primer Manifiesto Surrealista, cuando se publica póstumamente El proceso de Kafka y todavía no se han asimilado las audacias del Ulises de Joyce y La tierra baldía de T. S. Eliot, ambos de 1922, cuando anda en curso de publicación la heptalogía de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, cuando Thomas Mann configura en La montaña mágica un espacio de alianza entre la muerte y el arte, cuando, en fin, se halla en su máximo esplendor el Modernismo internacional.
En 1924 redacta Jarnés El convidado de papel (dado a la imprenta en 1928), una evocación de sus dudas, temores y temblores juveniles como interno en el Seminario, y en 1925 inicia la escritura de El profe-sor inútil (1926) y concluye la primera parte de Paula y Paulita (1929), dos títulos capitales de la novela nueva que proclaman la fuerza enaltecedora de la vida que poseen el erotismo y la fantasía. En poco tiem-po concibe el embrión de sus restantes futuras novelas. En 1926 publica el relato «Andrómeda», médula de su primera novela del exilio, La novia del viento (1940); en 1927 ha pergeñado Locura y muerte de Nadie (1929), su unamuniana novela sobre la disolución de la identidad en la sociedad de masas. En 1929 publica el cuento «Circe», que es el origen de Lo rojo y lo azul (1932), anticipa fragmentos de la metanovela Teoría del zumbel (1930) y brinda la primera versión de Viviana y Merlín (1936). Por último, los distintos capítulos de Escenas junto a la muerte (1931) habían ido viendo la luz en diversos lugares desde 1926.
Fue Jarnés un reincidente componedor de biografías y no sería descabellado emparentar con la no-vela algunas de las que escribió antes de la guerra, en particular Sor Patrocinio (1929) y San Alejo (1934), mientras que otras como Zumalacárregui. El caudillo romántico (1931), Castelar, hombre del Sinaí (1935) o Doble agonía de Bécquer (1936) son más vecinas del ensayo.
Antes de perder la guerra y de padecer un trato humillante en el campo de concentración de Limoges, antes de partir hacia México a bordo del Sinaia, Jarnés había publicado Libro de Esther (1935), diálogo misceláneo entreverado de narración y ensayo entre un preceptor y su discípula, al que siguió una farsa novelesca sobre la gloria literaria, Tántalo (1935), y la «nouvelle» Don Álvaro o la fuerza del tino (1936). En 1937, en plena sangría civil, redactó Su línea de fuego (inédita hasta 1980), novela de la retaguardia bélica, insólita entre las suyas, a pesar de haber figurado él como uno de los traductores (en realidad actuó como corrector lingüístico de Eduardo Foertsch) del «best-seller» de Erich María Remarque Sin novedad en el frente (1929).
En México, el escritor dio a la imprenta tres novelas: La novia del viento (1940), Venus dinámica (1943) y Constelación de Friné (1944, atribuida a su personaje-heterónimo Julio Aznar) y en 1948, próximo ya su regreso para morir, apareció Eufrosina o la Gracia (1948), un diálogo de género híbrido como Libro de Esther, título éste que también se recuperó aquel año. De la bibliografía de la supervivencia mexicana (en-ciclopedias, anecdotarios, conferencias, biografías de encargo) tan sólo recordaré Stefan Zweig, cumbre apagada (1942) por su emocionada reflexión sobre el destino trágico del intelectual europeo, que por mo-mentos se transforma en un amargo autoexamen.
Paso aprisa sobre su meritoria producción ensayística, diseminada por diarios y revistas españolas e hispanoamericanas y agavillada sólo en parte en Ejercicios (1927), Rúbricas (1931), Feria del libro (1934), Cartas al Ebro (1940) y Ariel disperso (1946). Quiero destacar el volumen Fauna contemporánea (1933) como un amenísimo catálogo de las especies que ha producido la sociedad moderna. En fin, quien desee conocer a un crítico que penetra en la legislación estética del autor para mejor entender y juzgar la obra, que ubica el libro en las coordenadas históricas que le son propias, que expresa su parecer suave y elegantemente, que amonesta o censura con palabra irónica pero nunca cáustica, sabe que puede curiosear por los cuatro primeros volúmenes citados sin quedar defraudado.