Periodista accidental desde los quince años, Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) alcanzó la fama como comentarista parlamentario del ABC, en su columna «Acotaciones de un oyente», a través de la cual logró refractar con finísima ironía las principales preocupaciones sociales y políticas del momento. Asimismo, dotado de una gran capacidad expresiva, supo trasladar al plano literario toda una serie de tipos, circunstancias, valores y actitudes –personales y colectivas– que le granjearon las simpatías de un amplio y leal público lector que pronto le convirtió en uno de los pocos «clásicos vivos» de su tiempo. Sin embargo, a pesar de su gran popularidad y éxito editorial, cual corresponde a la extensión y calidad de su obra, Fernández Flórez es hoy uno de los grandes olvidados de nuestras letras.
A este respecto, dice muy bien Darío Villanueva cuando afirma que Fernández Flórez es un buen ejemplo del escritor de amplia trayectoria y considerable éxito popular al que no acompañó un parejo interés por parte de la crítica. No obstante, habría que matizar que ese desinterés procede de una crítica canónica, elitista y conservadora, que defiende la inmanencia de la literatura y la universalidad de sus temas, olvidándose de que la literatura no es un objeto (el texto), sino una actividad lingüística que no se realiza en el ámbito de la experiencia individual (el de la expresión) sino social (el de la comunicación) y que dicha comunicación no tiene lugar en el vacío de la realidad inmanente del texto, sino que presupone toda una serie de referentes o contextos espacio-temporales significativos que modulan el significado o trascendencia de la lectura y determinan su valor o función ético-estética.
De ahí que, si atendemos a la recepción crítica de sus contemporáneos, aquella que más se aproxima a la sensibilidad e inquietudes del autor y del público lector entre 1914 y 1936 –período que abarca la mejor y mayor parte de su narrativa–, la valoración de la obra literaria de Fernández Flórez es radicalmente distinta. Así, por ejemplo, Antonio de la Villa le considera «uno de los pocos prestigios literarios con cédula y solvencia», y Ramón Fernández Mato le declara «uno de los más firmes temperamentos de la literatura española actual... penetrante e impávido ingenio». Asimismo, Mariano Zurita le declara «Rey del humorismo», y F. González Rigabert insiste en el matiz: «es el gran humorista... el más grande, el más legítimo de los humoristas». Y mientras Manuel Domingo dice de él que es «uno de esos hombres a los que tanto debe el progreso periodístico en España», Arturo Álvarez lo presenta como «modelo, a quienes piensen conquistarse un nombre en la profesión de las letras». De igual manera, Andrenio reconoce en él al escritor nato, «dotado de gran plasticidad descriptiva, de suelto y jugoso estilo, de gusto fino», y Antonio Gullón afirma, con errado tino en el pronóstico, que se trata de «uno de los más grandes ingenios de la época actual y su nombre figurará en las antologías a la cabeza de los primeros».
Y aún podríamos seguir citando a Carrere, Azorín, Casares, García Mercadal, Alomar, González Ruiz, Giménez Caballero, Blanco Belmonte y tantísimas otras voces como se alzaron, dentro y fuera de España, en revistas y periódicos muy distintos, en alabanza de la obra de Fernández Flórez. Y tampoco habría que olvidar las opiniones de aquellos otros estudiosos más contemporáneos nuestros, como S. Bolaño, C. Fernández Santander, R. Echevarría Pazos, P. de Llano (Bocelo), F. López, J. C. Mainer, S. Sánz Villanueva, D. Villanueva Prieto, M. P. Palomo, C. A. Molina o F. Díaz Plaja –por citar sólo algunas de las voces críticas más autorizadas– que, desde ópticas distintas, coinciden en destacar la importancia literaria de Fernández Flórez, situándole entre los mejores escritores españoles de la primera mitad del siglo XX. Y aún cabría añadir que fue de los pocos que gozaron de gran predicamento fuera de nuestras fronteras, traduciéndose sus obras al inglés, holandés, portugués, italiano, rumano e incluso al japonés.
Cierto es que Wenceslao Fernández Flórez no es un Gilbert Chesterton ni un Anatole France. Y tampoco puede decirse que sea un Thomas Mann o un Hermann Hesse, ni un Gabriele D’Annunzio. Pero no creo que molestase a nuestro autor el que se le comparase con los mejores escritores de Europa, ni la calidad de su obra desmerece significativamente en la comparación. Por supuesto que hay diferencias de ecuación personal, pero son las que corresponden al carácter del autor y a su peculiar circunstancia históricosocial .
Así, pues, el escepticismo satírico de El secreto de Barba azul no tiene la misma amplitud crítica que la fantasía política de El Napoleón de Notting Hill, donde Chesterton refleja su disgusto con un mundo industrial moderno; ni el humorismo detectivesco del afable Padre Brown en El hombre que fue jueves se parece mucho al del inapetente Charles Ring en Los trabajos del Detective Ring. Y tampoco se va a dar en el panorama social de Fernández Flórez un caso Dreyfus que despierte en él la convicción de una causa y unos valores similares a los que informan la Historia contemporánea del francés. Por otro lado, sus novelas más críticas con las exigencias de la condición humana, como Las siete columnas o El malvado Carabel no alcanzan la trascendencia filosófica y social de Mann, en obras tan incisivas como Buddenbrook, traducida a multitud de idiomas, o La muerte en Ve n e c i a, que inspiró la película de Lucchino Visconti, y la ópera de Benjamin Britten, o La montaña mágica, quizás su obra más famosa y una de las novelas más excepcionales del siglo XX. Y tampoco su viaje al subconsciente humano en Visiones de neurastenia ni su tratamiento de la líbido y las pasiones en Relato inmoral alcanzan la complejidad psicológicosimbólica de los personajes de Hesse en Demian, El lobo estepario o Viaje al Este. De igual manera, el decadentismo de D’Annunzio en El Triunfo de la muerte y el sensualismo sin complejos de Francesca da Rimini o El fuego, en las cuales se recuperan los ambientes de Canto nuovo –un volumen de poemas acerca de los ambientes libertinos romanos y los goces que ofrece la vida–, superan en sensualidad y grandeza erótica a Unos pasos de mujer, La casa de la lluvia o Relato inmoral
No cabe duda, pues, que la novelística de Fernández Flórez no tiene la misma amplitud de vuelo ni la misma universalidad temático-argumental que la de estos escritores; pero tampoco es el legado histórico, económico y político-social de la Reina Victoria el mismo que el de Alfonso XII, ni la Tercera República es la Restauración, ni la realpolitik de Otto von Bismarck es el Pacto de El Pardo. De ahí que exista entre las obras de estos grandes escritores la misma distancia y proporción histórico-literaria que existe entre sus respectivas culturas. Pero aun así, cada uno en su sitio, el matiz diferencial no impide observar también muchas coincidencias importantes.
Así, por ejemplo, Fernández Flórez demuestra la misma convulsa evolución ideológica –síntoma, quizás, del nuevo mal du siècle–, la misma propensión polémica y el mismo estilo brillante, vigoroso y agudo de Chesterton; y comparte con Anatole France la misma maestría en el uso del lenguaje y la misma veta satírica con que el francés denuncia los abusos sociales, políticos y económicos de su tiempo. Similarmente, las novelas de Fernández Flórez, como las de Mann, están imbuidas por la misma atención a los detalles de la vida moderna y la misma intención crítica, asumida desde un punto de vista distanciado e irónico, en la que subyace un fuerte sentido trágico de la vida. Y como el autodidacta Hesse, en cuya obra podemos observar ese poso de irracionalismo místico que es el resultado de la desesperanza y la desilusión que le produjeron la guerra y una serie de desgracias personales, también encontramos en la narrativa del español la misma insatisfacción y búsqueda de lo utópico que inspira en casi todos sus personajes un sentimiento de alienación y una radical displicencia con un mundo mal hecho.
En efecto, podríamos afirmar que, por encima de cualquier diferencia o matiz, existe entre las obras de estos escritores un común denominador, que es ese singular acierto con que cada uno de ellos recoge las preocupaciones más acuciantes de esa sociedad europea de la primera mitad del siglo XX a la que se remiten literariamente. Y en esto estriba precisamente el mérito del novelista español. Sus personajes se desenvuelven en un mundo de ficción hecho a imagen y semejanza del de su autor, un mundo atrapado en el marasmo de una insatisfacción y en el que, como advierte José Carlos Mainer, se siente la quiebra de valores, la inadaptación de las bases morales del capitalismo oligárquico decimonónico a las nuevas exigencias de un capitalismo reformista moderno.
De ahí la respuesta personalísima del autor: la crisis de identidad del protagonista en La tristeza de la paz, el cuestionamiento de los valores tradicionales en La procesión de los días, la visión de una existencia totalmente degradada de las clases trabajadoras en La familia Gomar, el antimilitarismo que nace de la sangría bélica en Marruecos y después en Europa con la guerra del 14 relajada en Al calor de la hoguera, el escepticismo relativista y la quiebra moral que imbuye el espíritu de la época y que sirve de sustento temático-argumental en El secreto de Barba Azul, Las siete columnas, Relato inmoral, Los que no fuimos a la guerra o El malvado Carabel, respuestas literarias todas ellas que, en el éxito de su recepción, también son buenos ejemplos de la sintonía circunstancial establecida entre el autor y sus lectores.
En este sentido, podríamos afirmar que la obra literaria de Fernández Flórez es el resultado de la ficcionalización de su circunstancia histórica, pasada por el tamiz de su inadaptación y radical individualismo, que le convierte en una especie de lobo solitario en el panorama de las letras españolas. Así, aunque algunos estudiosos lo incluyen en la nómina de escritores realistas de la primera mitad de siglo, no se trata de un escritor fácilmente encasillable dentro de ninguno de los registros ético-estéticos, escuelas, períodos o movimientos literarios que van desde la Generación del 98 hasta el neorrealismo social de los años 50.
Su narrativa arroja una expresividad lingüística y una riqueza imaginaria sólo comparables con su habilidad para crear o sugerir ambientes, momentos, sensaciones y personajes de gran complejidad psicológica, ya familiares o próximos al estereotipo, ya irreconocibles por la deformación esperpéntica del humor y la ironía. Y su labor en el campo del relato breve o novela corta –muy en boga por aquel entonces entre las clases medias profesionales e industriales, así como entre una parte del proletariado ya alfabetizado– es particularmente importante. Así, podríamos encuadrar a Wenceslao perfectamente como partícipe (siempre por libre) en el quehacer literario de la promoción de «El Cuento Semanal», lo que nos daría las coordenadas socio-psicológicas de ese público lector, heredero del «folletón», al que se dirigían las colecciones de relato breve como El Cuento Semanal, Los Contemporáneos, La Novela Corta, La Novela Semanal, La Novela de Hoy y La Novela Mundial.
En este sentido, atendiendo a su popularidad y trascendencia en el ámbito de lo social, su obra podría situarse junto a la de una generación de intelectuales –historiadores, políticos, científicos, ensayistas y escritores, como Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez, Eugenio D’Ors, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Gregorio Marañón o Gómez de la Serna, por citar sólo algunos de los más próximos en edad– que, desde distintas ópticas y sensibilidades, dan continuidad al espíritu crítico de la Generación del 98 y proporcionan a la cultura española una notable altura. Sin embargo, esta coincidencia generacional no es más que eso, una coincidencia, y por encima de cualquier posible parecido están unas vivencias, unos estilos y unas maneras de entender el mundo muy distintas.
La dolorosa vivisección de la sociedad española que encontramos a lo largo de su obra podría situarle en la estela de esa sensibilidad crítica que va desde el regeneracionismo de Joaquín Costa hasta el intelectualismo progresista de José Ortega y Gasset, pero su weltanschauung es mucho más limitada, carente del bagaje intelectual y la clara identificación con los valores y ambiciones de la gran burguesía con la que estos pensadores se identifican. De ahí que, si bien Fernández Flórez coincide en sus denuncias con el autor de Oligarquía y caciquismo –y sus seguidores en lo literario, como Manuel Ciges Aparicio, Ciro Bayo, José López Pinillos y Eugenio Noel, entre otros–, no participa del optimismo de los intelectuales del 14 en su apuesta por la regeneración de España, como ocurre con Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Felipe Trigo o Manuel Azaña, por ejemplo.
Por otro lado, aunque en el fondo de cada una de sus obras late un abigarrado conservadurismo pueblerino, mal avenido y peor disimulado por una profesión de fe intelectual y urbana, no hay en la obra de Fernández Flórez una clara proyección ideológica, entendida ésta como materialización literaria. Pero tampoco es de extrañar que nuestro escritor no se comprometa. Los intelectuales del 14, desafectos y escarmentados por las limitaciones y fracasos socio-históricos de la Restauración, veían en la falta de ideas madres la necesidad de una élite redentora, un cirujano de hierro que condujese a España hacia el futuro. Pero se referían a una España y a un futuro en el que el proletariado y la pequeña burguesía –clase a la que pertenece Fernández Flórez– no desempeñarían un papel relevante. Por eso no simpatiza nuestro autor con el capitalismo republicano de Ortega; y de ahí, también, que sus inclinaciones reformistas («moderantistas») se diluyan en una amargura nihilista, que da paso a ese «agnosticismo social» disfrazado de humorismo con el que Fernández Flórez tira la piedra y esconde la mano en sus críticas al establishment religioso, político y militar
Esta displicencia o radical insatisfacción personal que subyace en toda su producción literaria bajo la forma de un pesimismo crítico hacia todo y contra todos, más proclive a la destrucción que a la construcción de una nueva realidad política –lo que ha servido para que algunos estudiosos, como Fernando Díaz Plaja, le califiquen de «conservador subversivo»–, oculta en realidad un posicionamiento ideológico de talante prefascista, típico de muchos escritores a los que, como es el caso de Fernández Flórez, sólo se les reconoce retrospectivamente en el espejo de los hechos consumados. Así, a pesar de que, en su afán por no dejar títere con cabeza, arremetiera casi por igual contra la izquierda que contra la derecha –eso sí, sólo hasta 1931– toda su producción literaria está imbuida de una sensibilidad, valores y actitudes que, con el pasar del tiempo, se convertirían en los tópicos panfletarios que ilustrarían los principales slogans del fascismo: la decadencia y caducidad de los presupuestos sociales y morales, la denigración de los partidos y la política parlamentaria, el pesimismo nihilista que conduce a un vacío ideológico desde el cual se reclama la intervención de un jefe o cirujano de hierro (¡ejército al poder!), la misma esquizofrenia populista, mezcla de alabanza y recelo del pueblo, etc. Pero tampoco en esto fue Fernández Flórez diferente a muchos de sus coetáneos en la transición del 39 que, si no se identificaron siempre con el fascismo, lo hicieron más en aras y loor de una independencia a ultranza que por falta de afinidades.
Así, aunque Fernández Flórez siempre se sintió más cómodo en la compañía de las derechas que en la de las izquierdas, y a pesar de ciertas fobias y lamentables lapsos panfletarios en contra de la República y a favor de los fascistas (Una isla en el Mar Rojo y La novela número 13), nunca se casó con nadie; y es que, como diría Groucho Marx, nuestro autor jamás se haría miembro de un club que aceptase a gente como él. Así, aunque su nombre y prestigio fue instrumentado por el franquismo para disimular el desierto páramo literario de la inmediata posguerra, su condición de intelectual y el recuerdo de algunos pecadillos personales y literarios –como la relajación de la moral católico-burguesa de algunos personajes de sus novelas, su apología del divorcio o su posicionamiento a favor del aborto, un tenue si bien incierto feminismo y un declarado antimilitarismo–, le convirtieron en huésped un tanto incómodo del Régimen hasta su muerte. Y, con mayor motivo, tampoco fue su obra reclamada por la izquierda democrática post-franquista. De ahí la ubicación de obra y escritor en esa «tierra de nadie» de la que nos habla Santos Sanz Villanueva, y que es, según el estudioso y desde el punto de vista de la repercusión en las historias de la literatura, la mayor calamidad que puede sucederle a un escritor. Y buen ejemplo de este desarraigo y soltería es su última novela de envergadura, El bosque animado, en la que, sin menoscabo de sus valores narrativos, el autor busca y encuentra en la fábula de un espacio-tiempo imaginario, alejado del mundanal ruido, esa barriga del buey donde no llueve ni nieva, que es la naturaleza idealizada (infantilizada y falseada), que culmina un largo y doloroso proceso de evasión literaria.
De todos modos, si es cierto que el tiempo pone a cada uno en su sitio, cabe esperar que algún día una nueva crítica, menos sumisa ante las sentencias de la magistratura canónica, vuelva sobre la obra de Wenceslao Fernández Flórez, aunque sólo sea para situarle en prelación al final de una lista de grandes escritores españoles (incluso europeos) del pasado siglo. Sin duda se lo merece.
5 comentarios:
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